Todo tiene una conexión inexplicable...

Nueve en punto de la mañana.
Como todos los días, la señora Olivier salía de su hogar para cumplir con sus tareas que para ella eran imprescindibles. Colocaba delicadamente sus pies dentro de cada zapato hecho a mano solamente para ella, se retocaba en el espejo de la sala principal, se aseguraba de que había abotonado bien su camisa para evitar que algún hombre osara a mirarla y decidía empezar otro de los muchos días que habían sido iguales desde años atrás.

Mientras tanto, Stephanie abría sus ojos tras haber pasado su primera noche fuera de casa. El día anterior había cumplido por fin dieciséis años y había decidido celebrarlo con su mejor amiga. Se podría decir que no tenía una familia, puesto que sus padres se pasaban el día en el primer bar que encontraban, haciendo que la infancia de Stephanie fuese dura, por no decir triste. Nunca la dejaban salir de casa, por eso nunca había hecho muchas amistades. Belle era su mejor amiga desde la niñez. Todo lo que estaba con ella era en clase, pero el tiempo que pasaban juntas era suficiente para conocerse mutuamente. La joven desplazó su mano izquierda hacia el suave cabello de su compañero, ya que la derecha era la que sostenía parte de su cuerpo. Sí, su primera noche fuera de casa había transcurrido al lado de un joven, pero ¿por qué?

—Buenos días, señorita. ¿Lo de siempre?
—Sabe que no tiene por qué llamarme señorita, esos tiempos ya pasaron... Sí, por favor.
—No sea tan modesta. Ahora le traigo su café manchado con dos cucharaditas de azúcar.
—Muchas gracias —respondió amablemente la mujer.
Mientras el camarero tramitaba las peticiones de las pocas personas presentes, alguien se disponía a entrar en la solitaria cafetería. Lo que más adoraba en este mundo era tomar su café mientras oía el ligero sonido de las tazas, bandejas, vasos y platos moverse y posarse en los estantes.
—Buenos días a todos —dijo con cierta amabilidad un hombre mientras colgaba su abrigo en el perchero. Ella ni se giró, pensó que la situación no era de su incumbencia. Aunque, al mismo tiempo, sentía curiosidad por aquella misteriosa voz que jamás había oído. De pronto, pensó en su marido, que había caído hace años. No podía evitar recordar todos los días como el comandante seleccionaba tan delicadamente las palabras para expresar lo que había sucedido, mientras sostenía entre sus manos una pequeña caja con sus pertenencias y sobre ella, una bandera que lucía los colores del país. Pero antes de eso, cuando oyó un vehículo aparcando al lado de la acera sintió como su corazón latía como nunca. Era él, había vuelto tras un año fuera de su hogar, lejos de su vida. Todavía conservaba el pañuelo que le había ofrecido el comandante para secar sus lágrimas y que nunca pudo devolverle. De hecho, lo llevaba en su bolsillo todos los días; ya que, según él, había pertenecido a su marido, pero que llegó a ser suyo un día desgraciado repleto de muertes innecesarias. Por eso, tras semanas de un fuerte dolor en el pecho cuando lo recordaba, decidió seguir unas pautas diarias para estar haciendo algo en todo momento. Sólo así no pensaría tanto en su pérdida.
—¿Puedo sentarme con usted, señorita? Sólo si me lo permite, claro.

—Oh, buenos días, preciosa. ¿Has dormido bien?
—Bueno... es la primera vez que duermo fuera de casa... —dijo vacilando unos instantes— Vale, nunca he dormido tan bien.
Él sonrió, todavía con cara adormecida.
—Me alegro, Stephanie. Así te llamabas, ¿no?
—Sí, y me llamo actualmente. ¿Ya lo has olvidado?
—Qué va, cómo podría olvidarlo tras hacerme pasar por esta noche tan... ¿intensa? —la muchacha comenzó a reírse.
—No seas tan exagerado, Iago —el joven la cogió entre sus brazos y empezó a achucharla locamente—. ¡Ay! ¿Qué haces, tonto?
—Creo que me he enamorado de ti, Stephanie. Adoro tu nombre, adoro tu pelo, adoro tus ojos, adoro tus labios, adoro tus orejitas, adoro tu ombligo tan único, adoro tu suave piel, adoro tus ojeras de tonalidad violeta y adoro los pequeños lunares que adornan tu cuerpo —susurraba mientras acariciaba cada parte que nombraba—. Te adoro a ti, ¿de acuerdo?
—No creo que puedas llegar a sentir todo eso en tan sólo una noche tan estúpidamente loca.
—No me importa lo que estúpidamente digas ahora, ni me importará. Eres tú.
—Dudo que sea yo, sólo tenemos dieciséis años. Todavía no tenemos la madurez para decidir este tipo de cosas, ¿entiendes?
—Dame una oportunidad al menos. Para mí eres perfecta.
—No creo que pudiésemos vernos mucho, Iago. Lo siento, mi familia no es la unida y feliz de las películas.
—No existe una familia así —contestó con tono sarcástico y burlón—. Tengo un hermano mayor. Él y mi padre están en la cárcel por tráfico. No son nada nuevo las familias destrozadas. No tuve prácticamente infancia alguna. Mi madre no tenía dinero ni para comprarme ropa, ni para un juguete —dijo con cada vez más seriedad en sus palabras.
—Mis padres son unos putos borrachos, ¡joder! No puedo vivir, siempre tengo que estar encerrada.
—¿Y hoy qué?
—Me he escapado, y no pienso volver. Que se jodan.
—Lo siento —Iago se dirigió hacia ella y besó sus labios.
—No tienes por qué sentirlo —se frotó bien los ojos antes de que pudiera derramar lágrima alguna y ambos permanecieron en silencio.
—Stephanie...
—¿Qué sucede?
—Vente conmigo.
—¿Qué?
—Los dos... juntos. Tú y yo. Te quiero, Stephanie, joder. No sé que es esto, nunca me había pasado. Siento que te necesito aquí conmigo, que necesito tener tu fragancia cerca de mí, que necesito poder tocar tu piel tan pálida y suave. Si no, moriría de desesperación.
—Estás loco —la chica le miró con cara incrédula.
—Sí, loco por ti. Vén conmigo, no tiene por qué ser para siempre, simplemente tiene que ser el ahora. Mientras estemos juntos, nuestras vidas negativas cambiarán de ropa y se lucirán de positivas.
—Me lo estás poniendo difícil... ¡Te he conocido hace sólo unas horas!
—¿Nunca has querido vivir de locuras? —le interrumpió, totalmente convencido de lo que estaba proponiendo.
—De hecho, ya estoy viviendo una.

—Emm... claro, siéntese —le pareció extraño que en toda una cafetería repleta de mesas tuviera que escoger una que estuviese ocupada, pero no se sintió intimidada.
—Aquí tiene su café, señorita —Catherine le dirigió una mirada de agradecimiento. El camarero comienzó a alejarse.
—Muchas gracias.
—Bueno, por lo que puedo ver, es usted viuda. Siento su pérdida —posó su café sobre la taza, asombrada.
—¿Cómo lo ha...?
—¿Deducido? —respondió interrumpiendo sus palabras. Comenzó a reírse como si le hubieran hecho un cumplido—. Todavía conserva su alianza y la de él en su dedo, y viste de manera reservada. No desea que ningún hombre la observe. Está completamente entregada a su marido, esté vivo o no. ¿No es cierto, señorita? —la mujer se quedó boquiabierta e intentó disimularlo, sin conseguirlo.
—Es usted demasiado observador, ¿no cree?
—Yo no diría que demasiado observador. Sólo observo como cualquier otra persona, lo que sucede es que me fijo un poco más en los pequeños detalles que permiten conocer más a quien tienes delante —se quedó inmóvil, mirándola fijamente a los ojos de forma intimidante, pero atrevida—. Bellos ojos, bella persona.
—¿Y cómo es que puede usted saber si soy o no una bella persona?
—En esta ocasión el saber no existe, sólo el sentir —alcanzó la mano de la mujer y la besó tiernamente.
—¿Pretende usted cortejarme? Porque en ese caso, no lo conseguirá —respondió con arrogancia, apartando su mano bruscamente.
—Lo sé. Por eso espero que acepte una invitación para esta noche. Sé ciertamente que no responderá un no.
—¿Cómo está tan seguro de que no le rechazaré? —preguntó acechándole con una mirada firme.
—Si no fuese a aceptar nunca, ya se hubiera marchado por esa puerta.


Llevaba mis cascos puestos. Escuchaba a tope de volumen Anarchy in the UK de Sex Pistols mientras caminaba entre la muchedumbre de la ciudad. Eran ya las cinco y un minuto e iba con prisa. Tan sólo quedaban nueve minutos para que el metro se marchase sin mí, como habitualmente. Bajé las escaleras lo más rápido que pude. Era difícil correr sin que alguien se metiera en tu camino, así que tuve que decidirme por llegar a la fuerza. Empujé a algunas personas y éstas se mostraron molestas, pero no me importó. Por primera vez en esta semana había llegado justo a tiempo. Me imaginé esta situación como si estuviese corriendo un maratón, y me reí de lo cansada que estaba. Intentando normalizar mi respiración, observé un rato el ambiente del vagón. La diferencia entre una gran ciudad como esta y una más pequeña se puede observar con tan sólo entrar en un vagón de metro. Caras desconocidas que observaban al vacío, sin darle importancia a nada. ¿Para qué observar a los demás si sólo son personas que probablemente no vuelvas a ver en la vida? Pero mi intuición me decía que había algo que ver ese día, a esa hora y en ese vagón del metro. Pronto descubriría que mi espera había terminado...

No hay comentarios:

Publicar un comentario